materiaverbalis
6 de julio de 2010
 
EL DÍOS RÍO DE LA SANGRE



Hacía mucho no leía algo tan intenso y contudente como una palada en la nuca. Una leve electricidad y un nerviosismo poco frecuentes en el acto de leer. La buena literatura está de vuelta para mí. Se trata de La hija del sepulturero (2008) de Joyce Carol Oates, escritora norteamericana que lleva más de treinta novelas publicadas.

La hija del sepulturero es un libro que no tiene piedad para describir la vida de una familia de inmigrantes judíos en la nueva Norteamérica, que huyen del Holocausto nazi antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, para ser más exactos en Milburn, un lugar bastante alejado de la ciudad de Nueva York.

La novela está dividida en dos partes claramente diferenciadas. La infancia de nuestra heroína en una casa empobrecida, la casa de un sepulturero. Un oficio despreciable, el único que un inmigrante puede desempeñar. Aquí como en Cumbres borrascosas, el espacio de la casa y la trastocada dinámica familiar son enfocadas de manera enfermiza, pues la voz de los muertos, de la naturaleza y el sobrehumano odio de Jacob Schwart (apellido que adquiere el padre de Rebecca Schwart cuando llega a América para dejar atrás su identidad judía, que sin embargo nunca parece poder eliminar) alteran la vida haciéndola desbocada y con un hálito de tragedia moderna. Lo único que parece darle algo de color a este fresco fúnebre es la música. El recuerdo de una vida pasada que, al mismo tiempo, es locura porque la nueva realidad destruye las antiguas ilusiones de Jacob y sus esposa, quienes solían besarse entre los efluvios musicales de la Apassionata.

La belleza ahora destruida en un suelo extraño donde sólo crece el odio intestino contra todo.

El poder del odio del padre, el sepulturero, golpeado y rematado por los arbitrarios sucesos de la historia, después de su vida europea como profesor amante de la filosofía de Schopenhauer, destilando su odio ofensivo a sus hijos, su rencor sobrenatural, su ideologia cargada de escepticismo y violencia contenida destilada para sus hijos como en una pesadilla, en especial a su pequeña hija, Rebecca, la hija del sepulturero. Jacob debe cargar incluso con su columna destrozada por el infame acto de cavar y cavar en el suelo muerto del cementerio, donde debe sepultar a los otros, los americanos nativos, anglosajones y protestantes, ellos, a quienes odia visceralmente y quienes lo odian y pintan esvásticas en la puerta de su hogar. Ahí está el edificio inconsciente de sus palabras cargadas de fatalismo darwiniano:

En la vida animal a los débiles se les elimina pronto. Has de ocultar tus debilidades. No nos queda otro remedio.

La imparcialidad fría de la historia:

La historia no existe. Todo lo que existe son los individuos y de ésos sólo momentos singulares, tan separados unos de otros como vertebras aplastadas.

La explicación hegeliana de la sabiduría que siempre llega tarde (cuán cierto):

El búho de Minerva sólo remonta el vuelo al atardecer… Porque invariablemente, la filosofía llega demasiado tarde. Cuando la mente humana aprehende lo que sucede, ya está en manos de las bestias y se convierte en historia.

Y claro su odio tan humano y conmovedor hacia Yahvé.

Al lado de los desvaríos de Hitler, y de la lógica diabólica de Hitler, ¡qué endebles!, ¡qué vulnerables, nada más que palabras, eran las grandes obras de la filosofía! ¡Nada más que palabras el sueño de la humanidad de la existencia de un dios! –¡Estúpidos! No había nadie a quien recurrir. En aquel lugar donde la marea de la historia lo había arrojado a la orilla para abandonarlo como basura. Su desprecio más profundo, sin embargo, era para esos ancianos semejantes a gnomos y vestidos de negro de su ya lejana infancia en Munich. Rió cruelmente al ver en sus ojos el más patético de los terrores cuando por fin entendieron. –Nadie ¿os dais cuenta? Dios no es nadie y no está en ningún sitio. Y Jacob Schwart no era hijo de aquella tribu.

Jacob opone su grandiosa virilidad estéril ante las esperanzas de su propia hija. Jacob posee la verdad, pero la verdad termina por matar(lo). La virilidad carente de salida y esperanza, que perpetúa a la especie en el trabajo y la vida social. Esto también marca claramente el libro, que en su segunda parte muestra el aprendizaje de su hija, Rebecca, el destino errático de la pequeña hija del sepulturero, sus múltiples quehaceres y empleos, su muda dignidad, su maternidad y todo lo que haría un personaje hollywoodense de perseverancia y triunfo sobre los avatares de la vida.

Jacob no se fiaba de las mujeres. Schopenhauer sabía muy bien que las féminas son simple carne, fecundidad. La hembra seduce al macho (débil, enamorado) para realizar la cópula y lo arrastra a la monogamia. El resultado es simpre el mismo: la especie se perpetúa… El individuo apenas cuenta, sólo la especie. Al servicio de esa voluntad ciega, la secreta suavidad femenina, plegadas, rosadas, en las que el hombre puede penetrar innumerables veces sin por ello percibirlas ni entenderlas. Del cuerpo femenino había surgido el dédalo, el laberinto. El panal con una sola entrada y ninguna salida.

Su nieto (con otra identidad que su madre creará para él) también triunfará con la ayuda de todos aquellos que despreciaron a su abuelo. Amará la música de su abuelo, a quien nunca conoció ni sintió, llevará un determinismo trazado por su propia sangre, por la repetición de esa herencia marcada por todos los hombres que lo antecedieron a él, la ciencia de la base genética del comportamiento.

El joven pianista con su arte y su pasión redime el viejo corazón lleno de odio de su abuelo.

P.D. La Oates debe tener testículos, sólo así se entiende que alguien pueda escribir tan endemoniadamente así.
 
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FRANCO. Del germ. Frank: libre, exento. Sencillo, sincero, ingenuo y leal en su trato. Liberal, dadivoso, bizarro y elegante. Desembarazado. Libre, exento y privilegiado. Patente, claro, sin lugar a dudas. CAVAGNARO: es un apellido italiano originario de Parma pero extendido en Liguria, donde existe un río con ese nombre. Existen datos desde el siglo XIV. Pasaron a América desde el siglo XVI y en mayor cantidad desde el siglo XIX a Estados Unidos, Argentina y Perú. Hay estudios sobre la rama peruana que inició un Angelo Cavagnaro, de San Andrea de Verzi, que llegó en 1852 con toda su familia.

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