UN PAÍS PLASTAHay gente que reclama la informalidad y el salvajismo de los comerciantes de Mesa Redonda. Que denuncia su poca estima por la vida propia y la ajena, autoridades que también cargan la voz y la tinta contra ese flagelo del champazo y la cultura chicha del vivo. ¿Pero quiénes reclaman? Los mismos políticos que subcontratan a sus empleadas como asesoras, los periodistas echados a lobbys empresariales o al mismo gobierno, hipócritamente imparciales, los buenos jefes y mejores empresarios que le sacan la vuelta a la ley del empleo, cuyos trabajadores no saben de CTS ni seguro médico, y que deben zafar cada inspección del Ministerio del Trabajo, las autoridades que abandonan los requisitos mínimos para sanar y educar a las gentes de este castigado país. Que reciben coimas y bolsas para pasar solapa nomás la próxima inspección de Defensa Civil o la ineptitud del Indeci. A los que no les tiembla la mano un ápice para esconder los muertos por vacunas y transfusiones de sangre, porque que se muera un peruano misio importa un bledo. Morirse por responsabilidades específicas no importa, si no tienes voz.
Y lo más paradójico es leer a esos voceros pseudo progresistas, liberales, fascistas solapas, que antes defendieron el desmantelamiento del Estado y que ahora piden no solo que exista el Estado sino que crezca, que se haga sentir, y que no restrinja su influencia y manejo a dos cuadras de Palacio de Gobierno. Paradojas de la vida, aún lo recuerdo claramente en mis orejitas de niño, esas cosas dichas contra los elefantes blancos de gobiernos ochenteros, dichas moviendo la cabeza afirmativamente a favor de las privatizaciones ladronas y tramposas. En qué benefició todo eso, sino a un grupo que quizá sea el mismo que ahora (con esa coherencia que caracteriza a los cínicos) reclame más Estado. Y la paradoja más grande es ver que a quien se le acusaba de inyectar con el virus elefantiásico al Estado, sea ahora a esta edad que tengo, quien gobierna esta “plasta de país” como dice un periodista de gran hígado.
Cómo enjuiciar a esos comerciantes, si la informalidad es la razón de ser de los peruanos. Si ese bicho está metido hasta la médula misma. Es el mismo que nos condena a saltarnos la regla en el día a día, a no respetar al de al lado, a desconocerlo, a ignorarlo, en cada instancia de la vida cotidiana. Ese mismo bicho que genera miles de muertos en las pistas.
Quiénes se arrogan la moralidad si las autoridades y los comunicadores son los primeros en embrutecer a un pueblo cada día más inculto y falto de todo apego a cualquier regla o ley. Con una educación miserable y patética. Si los responsables de los más grandes robos ostentan el poder, quién se atreve a ser el primer imbécil en seguir las reglas en un país donde los ladrones y los menos capaces gobiernan, y que lo mejor que se les puede ocurrir es reeditar la atribuida afirmación de Antonio Raimondi: “el Perú es un mendigo sentado en una banca de oro” (dixit nuestro presidente hablando de la selva, reeditando una vieja y apergaminada polémica de inicios del siglo pasado, las materias primas solo pueden salvar al Perú, así de primarios somos). Basta leer un periódico para confirmarlo. Basta ver la televisión para corroborarlo.
Es verdad, quien describe un país así, sabe perfectamente que éste en particular está condenado y que la gente seguirá amontonando mercadería para sobrevivir, los autobuses interprovinciales repletos y hacinados seguirán precipitándose al precipicio, los ladrones continuarán la repartija, los derechos laborales burlados, el ciudadano embrutecido cada día más por la informalidad y la anomia. Y sobre ellos una clase dirigente inculta y mercantilista dirige y explota. Y una clase media alambizcona que desea mirarse en ese espejo dice chicheñó a todo.
Como dijo un poeta por ahí: mi patria es mi cuerpo. Yo agregaría mi patria es mi hogar y mis libros. Simplemente eso.