materiaverbalis
19 de setiembre de 2007
 
AZAR A LA JAPONESA



Jorge Salazar se encuentra delicado de salud. Esta reseña como un apoyo figurado a su situación.

Parece que el hecho de ambientar la resolución de su novela en New York y brindarle una ceremonia velada al azar, acerca a La medianoche del japonés (1991) de Jorge Salazar a las ficciones de Paul Auster (resalto: acerca) en ese afán por las coincidencias y los retazos históricos llenos de anécdotas y núcleos narrativos atractivos. Todo esto a pesar de que el oficio de periodista gane el enfoque y la perspectiva desde la cual el joven y viejo Ismael Ortega narra esta historia criminal sobre la espantosa masacre de dos familias japonesas en Chacra Colorada (Perú) acaecida en 1944.

El aprendizaje del joven periodista Ortega se inicia con su ingreso al diario La Crónica. Precisamente su primer trabajo será cubrir el caso del inmisericorde asesino japonés Mamoru Shimizu. Este aprendizaje que en verdad es el recorrido que el veterano Ortega realiza hasta la verdadera resolución del caso 40 años después en EEUU, nos revelará diferentes aspectos y hechos esenciales relacionados con episodios de primer orden no solamente en la historia del siglo XX para Occidente, Oriente y el Perú, sino también de épocas remotas. Sin embargo, todos estos hechos están encadenados al asesinato de las dos familias japonesas y el desarrollo de la 2da Guerra Mundial en la década de los cuarenta.

A la par de la obsesión que embarga al joven Ortega por el caso de Shimizu, el experimentado Ortega (desplazado 40 años en el tiempo de la trama, mas no de la narración) reflexiona sobre dicha obsesión, la cual equipara el ímpetu del investigador periodístico y el narrador acucioso embargado por el soplo divino de la coherencia (si es que la tiene) de eso que llamamos vida. “Lo que yo he querido al tomar lugares que aparentemente no me correspondían, era poner algún orden en la terrible confusión que es la vida”, dice en un momento el narrador.

Contar el crimen de Chacra Colorada no será muy difícil para éste, pues para ello se servirá de partes policiales y algunas conclusiones que algunos personajes de la novela relacionarán con las deducciones lógicas de los famosos detectives ficticios del siglo XIX: Dupin y Holmes. Sin embargo, todo es más fácil y pedestre para la policía de investigaciones, ya que concluirán muy rápido con la culpabilidad del hermano de uno de los asesinados: Mamoru Shimizu. No obstante, el caso no se cierra allí para Ismael Ortega, quien 40 años después, por esos vericuetos del destino y esas jugarretas del azar, descubrirá la verdad muy lejos del Perú.

Para efectos de ese entarimado de destinos y azares históricos que es La medianoche del japonés, lo más importante es la indagación paralela que tanto el narrador como Ortega reconstruyen sobre las costumbres ancestrales de los inmigrantes japoneses y las razones de la llegada de estas familias a un remoto país sudamericano como el Perú. El origen exacto de la familia Shimizu es Hiroshima. Esto servirá como pretexto para desarrollar una trama alterna sobre su historia, tan trágica como el destino de las familias asesinadas. ¿Cuál era el destino del Japón antes de la guerra y qué le tocaba después de ella?, se pregunta el narrador. Incluso se da maña para filtrar un dato espectacular a la luz de esta ficción: “Hoy, como todo el mundo sabe, un descendiente directo de los desdichados japoneses de antaño, es el Presidente de la República del Perú”.

El pretexto del crimen también será perfecto para desarrollar las complicadas creencias de los japoneses: el autosacrificio, el honor y la violencia que encierran la idiosincrasia de este pueblo y que el narrador dosificará en historias a modo de ejemplo: por ahí desfilan la historia de los kamikazes durante la 2da Guerra, los samuráis, el carácter hermético del viejo Imperio, las masacres contra sus traidores, la frustrada evangelización de los jesuitas, la fundación de sectas secretas como la Itsuku-Shima, la invasión japonesa a la China durante la contienda civil entre Mao Tse Tung y Chiang-Kai-Shek, etc.

Otra veta que en un inicio pareciera estar reñida con la trama de la novela es la historia de Claude Eatherly, piloto norteamericano con un inusitado récord de derribamiento de aviones enemigos durante la 2da Guerra e insospechadamente involucrado en la operación secreta de una gran bomba que acabará con la conflagración. En apariencia, un hecho desligado de nuestra trama (un viaje de trabajo a Europa de parte de Ortega, junto a la comitiva del Pdte. Prado) es un pretexto formidable para hablar de la conocida y tortuosa Edith Piaf, pero al mismo tiempo revelará otra coincidencia extraordinaria relativa al piloto Eatherly, quien también asiste a la misma velada y será la piedra de toque para la resolución del caso de los japoneses, como hemos dicho, 40 años después. En Lima el caso sigue su obvio curso. Mamoru se declara culpable y todo acaba de la mejor manera para la policía de investigaciones. Hay un cierto placer en la declaración de culpabilidad de Mamoru que sintoniza perfectamente con la larga tradición de autosacrificio de sus paisanos.

Otro tema que se pone sobre el tapete es el racismo. Una larga data de prejuicios parece empachar a la rancia sociedad criolla en el Perú. Enumerar es redundar. La llegada de los asiáticos solamente alimentará el viejo temor al “otro” que con indios y negros ya hacía temblar a las élites criollas. La investigación de Ortega solo le revela que: “En medio de ese caos provocado por mi curiosidad saltó otra verdad: mi patética ignorancia sobre ese Perú que yo denominaba mi patria. Fue alarmante tomar conciencia de mi desconocimiento del país, de mi país. ¿Cómo diablos podía moverme sobre un escenario desconocido? Pensé. Si quería, ya no resolver, sino entender el crimen de los japoneses, debía husmear en la historia; darle a esta disciplina mayor atención de la que le había dado…”. No es para menos que este sea uno de los temas más importantes, no por nada el fundamento de los fascismos fue el racismo. El narrador se pregunta por la aceptación casi festiva con la que recibieron a los inmigrantes italianos en el Perú a diferencia de los chinos y los japoneses. Por ello el narrador cree conveniente ejemplarizarnos con el fascismo de Mussollini y el caso del Premio Nobel italiano, Carlo Fermi, y su esposa judía. Sobre el judío Einstein y la bomba atómica. En el Perú el odio racial a los inmigrantes asiáticos data desde antes de la Guerra con Chile y se extiende a las propuestas racistas publicadas en el diario El Comercio contra la raza amarilla y los opúsculos apristas para masacrarlos con el pretexto de la 2da Guerra y de sus desorbitados planes de invasión a la República del Perú. Las comunidades racistas no faltan en este molotov de violencia, ahí tenemos a la “Sociedad Anti-Asiática” de cabal existencia.

En La medianoche del japonés, el azar no puede vencer los prejuicios, pues como bien concluye el narrador: “La vida me ha probado que… el azar se encarga de señalar a los afortunados”.
 
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FRANCO. Del germ. Frank: libre, exento. Sencillo, sincero, ingenuo y leal en su trato. Liberal, dadivoso, bizarro y elegante. Desembarazado. Libre, exento y privilegiado. Patente, claro, sin lugar a dudas. CAVAGNARO: es un apellido italiano originario de Parma pero extendido en Liguria, donde existe un río con ese nombre. Existen datos desde el siglo XIV. Pasaron a América desde el siglo XVI y en mayor cantidad desde el siglo XIX a Estados Unidos, Argentina y Perú. Hay estudios sobre la rama peruana que inició un Angelo Cavagnaro, de San Andrea de Verzi, que llegó en 1852 con toda su familia.

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