materiaverbalis
14 de marzo de 2007
 

La educación de la ceniza y el serrín

Henry James dijo de ella que era tan amarga “como mascar ceniza y serrín”, Woody Allen, en su film Manhattan, la incluye en primer término al enumerar los mayores goces que la vida le ha deparado, al igual que el ficticio Lezama Lima en la película Antes que anochezca la coloca en el puesto 4, si mal no recuerdo, de las obras esenciales que todo escritor en ciernes debe leer como parte de su aprendizaje. Un verdadero escritor, no uno de cartón piedra. Una lección que el escritor cubano Reynaldo Arenas, por ejemplo, sí aprendió. Eso es La educación sentimental de Flaubert, una novela publicada originalmente en 1869. La leí hace 6 años y creo que estaba en una época de opulencia que como Moreau, el protagonista de esta novela, me impidió ver en qué aciagos caminos me estaba metiendo. Quizá por ello mismo no entendí del todo la novela. No logré asir su sentido absoluto en las tragicómicas vidas de sus personajes. Lamentables predecesores de nuestra sociedad actual.

Acabo de releerla y tengo varios hallazgos personales. Primero que nada, La educación… es una novela de aprendizaje, el aprendizaje social en el peor de los sentidos, de Frederic Moreau, un burgués con ansias de escalar, mas con un trasfondo sentimental que explica la ficción y desde el cual se irradia su opaco lujo: un amor desmesurado, extraño, intenso, estéril, platónico y destructivo por Madame Arnoux que lo acompaña durante toda su vida y que ordena sus actos. También es un aprendizaje, una educación, del amor, de sus tretas y falsedades, sus cumbres y sus profundas ciénagas. G. Luckas afirmaba que La educación… era la más grande novela de la desilusión (aunque la mayoría de novelas lo sean también) y eso es algo que siempre acompaña el resultado de cada una de las acciones de Moreau, pero no solo de él sino de todos, sus amigos, sus allegados, sus amantes, y bueno toda Francia y el mundo parece girar en torno a esa frustración que acaba siendo la vida. Los capítulos finales son magistrales justamente por eso. Sin necesidad de decirlo tan gráficamente como James, Flaubert con acciones insulsas y tomaditas de té entre dos viejos amigos, Moreau y Deslausiers, evalúa a través de esa dialéctica sus vidas y en esos recuerdos infaustos y quizá inventados, enriquecidos, quizá alucinados, mascamos nosotros también nuestras propias desilusiones, aquellas viejas joyas que pacientemente atesoramos de jóvenes (más jóvenes): las cenizas y el serrín más amargo que la cicuta. ¿Alguien ha mascado cicuta? Esa cicuta que es el tiempo raudo de estos últimos veranos.

Madame Arnoux es la obsesión de Moreau, su ensoñación y la suma de todos sus deseos. El esposo de ésta ejerce sobre el joven una ambigua pedagogía, símbolo de la falsedad y la inutilidad como regentes de las vidas de estos decimonónicos amantes. En una trifulca política que se presenta como los muchos síntomas de malestar que anuncian la Revolución, dice alguien al ser preguntado sobre qué sucede: “No sé nada, ni tampoco ellos lo saben. ¡Es la moda del día! ¡Qué buena farsa!”. Y no solamente es farsa, es apariencia, es futilidad, aunque nada de eso sea expuesto mediante el discurso del narrador, sino en largas conversaciones políticas, largas discusiones artísticas, grandes cenas lujosas en las que las ambiciones de unos se mezclan con las necesidades de otros en medio de apetitos destruidos con una fugacidad y una lentitud que marca las mismas ansias del lector por encontrar una luz. La misma desilusión de Pellerín el pintor sin cuadros, Deslauriers, el frustrado abogado de las grandes causas, Dussardier, el revolucionario sin aura revolucionaria, Arnoux, el estafador endeudado y arruinado por las faldas, Madame Dambreuse, la viuda sin la herencia ansiada, Senecal, el ambivalente luchador, la gran Revolución rebajada en las miasmas de la cotidianidad, etc. Cada vida y cada acto más triste que el otro.

La luz que alumbra a Moreau: Madame Arnoux, siempre es esquiva y falsamente leal. Me parece que esa primera ilusión es, en un primer plano, la ilusión de la juventud, de la pureza y la lírica al servicio del mundo interior. Y luego ésta se va desluciendo por los embates de la realidad, algo de lo que llaman desilusión. Pensemos en esto que cavila Moreau: “¡Le disgustaba la vulgaridad de los rostros, la necedad de las conversaciones y la imbécil satisfacción que transpiraban las frentes sudorosas! Sin embargo la conciencia de valer más que aquellos hombres atenuaba la fatiga de contemplarlos”. Moreau es superior, su mundo interior y su riqueza interna lo hacen mejor y eso lo enorgullece. Cuando casi está por acabar la novela, ante el asedio de una de sus amantes que no es ni la sombra de la inalcanzable y pudorosa Madame Arnoux, se hace el siguiente diálogo:

-¡Dios mío! ¿Quién te ha cambiado así?
-¡Nadie sino tú misma!
-¡Y todo por la señora de Arnoux! –exclamó Rosanette llorando.
Él replicó fríamente:
-Jamás he amado a nadie, sino a ella.
Ante ese insulto, Rosanette dejó de llorar.
-Eso prueba tu buen gusto… Una mujer de edad madura, con la tez de color de regaliz, la cintura gruesa, los ojos grandes como tragaluces de sótano, y vacíos como ellos! ¡Puesto que te gusta, vete con ella!

Magistral, en esas pocas líneas de acción, Flaubert revela el cambio que ya con otros indicios hemos notado en Moreau. Aunque para llegar a ese cinismo y falsedad ha debido como se dice vulgarmente “comerse su mierda”, la suya y la de cada uno de los que han tomado ese pretexto para aprovecharse de él y tomar partido de esa pureza inicial. Fin de la juventud lírica, ahora el simple utilitarismo placentero sobre una amante lo enorgullece y además la errónea ilusión de Frederic al endiosar a la Madame queda al descubierto, pues Rosanette revela la realidad rebajada y desilusionada de su musa. ¿Pero, en verdad, cuál es ese cambio? Es que “la verborrea política y la buena comida adormecían su moralidad. Por mediocres que le parecieran aquellos personajes se enorgullecía de conocerlos y deseaba íntimamente la consideración burguesa”. Ahora Frederic ya no se siente superior, ahora quiere ser adulado por aquellos que antes despreció. Quiere ser como ellos. Es como ellos.

Hay una parte genial en la que Flaubert revela parte del modus operandi amoroso de su fantoche: “La acción, para ciertos hombres, es tanto más impracticable cuanto más fuerte es el deseo. La desconfianza en sí mismo los traba, el temor de desagradar los espanta; por otra parte los afectos profundos se parecen a las mujeres honradas: temen que las descubran y pasan por la vida con los ojos bajos”. Quizá lo que verdaderamente ocurre con las ilusiones de Moreau es lo que nos pasa a todos, la vida carece tanto de sentido que el que se nos revele con su insulsez y su drama, nos hace rehuirle y a veces envolverla en el mismo idealismo del amor que siente Frederic. Ante una revelación como: “ ¡Lo mismo esto que cualquier otra cosa! La vida no es tan divertida”. Ocurre que: “Federico se estremeció, presa de una tristeza glacial, como si hubiera entrevisto mundos enteros de miseria y desesperación…” La vida burguesa le llaman.

Madame Arnoux. Algo de ridícula tiene la declaración de amor que Moreau le hace, pero no deja de ser cierta y dentro de la lógica de la novela, en la que parece no pasar nada, a pesar de que pase absolutamente todo, es significativa. Aunque como siempre, Frederic se aleje y su amor carnal nunca se concrete y todo quede en el lirismo y el patetismo de sus palabras. La revolución misma es un espectáculo que pierde significación porque los revolucionarios se suceden, el poder se intercambia, los bandos se reparten y todo sigue igual. Un paseo por un castillo le revela a Frederic, el verdadero sentido de su vida: “las residencias regias poseen una melancolía particular… su lujo inmóvil que prueba con su envejecimiento la fugacidad de las dinastías, la eterna miseria de todo”.

El serrín y la ceniza tienen buen sabor a pesar de todo, y más si es con Gustave.

(Cierre publictario jajaja)
 
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FRANCO. Del germ. Frank: libre, exento. Sencillo, sincero, ingenuo y leal en su trato. Liberal, dadivoso, bizarro y elegante. Desembarazado. Libre, exento y privilegiado. Patente, claro, sin lugar a dudas. CAVAGNARO: es un apellido italiano originario de Parma pero extendido en Liguria, donde existe un río con ese nombre. Existen datos desde el siglo XIV. Pasaron a América desde el siglo XVI y en mayor cantidad desde el siglo XIX a Estados Unidos, Argentina y Perú. Hay estudios sobre la rama peruana que inició un Angelo Cavagnaro, de San Andrea de Verzi, que llegó en 1852 con toda su familia.

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