
Moby Dick, la profecía blanca
Quien piensa en estos tiempos en Moby Dick recuerda más a la ballena blanca por algún cartoon de Tom y Jerry, el parentesco del músico Moby (según se dice bisnieto de Herman Melville) o el film que tiene al capitán Ahab personificado por el pelado Jean Luque Picard de Star Trek. Hoy en día ya nadie lee un libro de casi 600 páginas, mucho menos los chiquillos de quince años, cuyos abuelos décadas atrás encontraban en estos libros de aventuras una posibilidad de fuga.
No obstante, para quien ama los libros dejar de leer la gran novela norteamericana del siglo XIX es un desperdicio. Moby Dick es una de las ficciones más geniales de todos los tiempos. La primera vez que la leí, lo hice en una oficina muy estrecha y poco ventilada al lado del consultorio de una psicóloga, de cuyas consultas se filtraban gemidos de sus hipnotizados pacientes, mientras yo chapuceaba en el Pacífico de oro frente al Japón.
Existen varios elementos que ya de por sí hacen de esta novela una obra de arte singular. Como decía Melville, uno puede escribir una novela sobre la hormiga, pero otra cosa es escribir una sobre la ballena. Tanto el tema a tratar (la ballena, su anatomía, sus especies, su habitat, su caza, sus beneficios, etc.) como el carácter monomaniaco de Ahab están plasmados en las dimensiones leviatánicas del libro. La novela es también un gran Leviatán. ¿Cuánta sabiduría extraída de los libros y cuánta vivencia en los mares hacen de Moby Dick la gran novela que es? Eso es difícil de determinarlo, pues Herman Melville era como Cervantes, un hombre de armas y un hombre de letras, marinero y novelista. De lo que sí estamos seguros es que no es casual que Moby Dick se escribiera en la joven Norteamérica. EE.UU estaba empezando a ser el inmenso territorio que sería, con las mismas dimensiones y el poder de una gran ballena. Además en Moby Dick existe un elemento que es plasmación del sentir de la joven América. El sueño de la democracia, que en autores decimonónicos también brotará en fruto artístico, léase Walt Whitman en Canto a mí mismo. Allí está el exacerbado amor al Dios democrático al cual Melville invoca para el bien y el éxito de su libro. El Dios democrático que alumbra a todos los hombres por igual y que siendo consecuente, Melville por su conocimiento de lugares exóticos, revela en su descripción del caballeroso (más que un cristiano) Quiqueg o su respeto por los otros arponeros “salvajes”.
Tampoco es casual que el libro recurra tantas veces a una cosmovisión religiosa tan fuerte. Estamos hablando de EEUU., el país de los cristianismos extremos, de los cuáqueros y los presbiterianos. Melville provenía de una familia presbiteriana. En Moby Dick los dos nombres más importantes de la novela son nombres bíblicos y tal como pensaba Dante, el nombre hace al hombre. Ismael, quien nos narra la aventura a posteriori, significa “el que habla con Dios”, mientras que Ahab denuncia en la novela y es denunciado por otros como el que carga una maldición por su nombre y comparte el destino de su referente bíblico: el descuartizamiento. Lo religioso no se restringe a algo meramente nominal sino que también se plasma en el lenguaje solemne que algunos personajes practican, reflejo inmediato del lenguaje bíblico. Quien tiene una buena edición en español o un ejemplar en inglés puede comprobarlo. Allí están las formas arcaicas revoloteando en esos diálogos.
Algunos pensarán: Moby Dick debería ser la novela sobre la caza de una ballena blanca. Sin embargo, es esto entre otras muchas cosas, pues estamos ante una novela inmensa que se da el lujo de ser además un libro de cetología. A mi entender Moby Dick es principalmente una novela que desarrolla la idea del destino. Un hado que se siente impuesto e irremediablemente ineludible. No por nada Melville también era un presbiteriano y según el concepto doctrinario de este grupo religioso es solamente Dios quien determina la salvación del hombre. Aunque en la novela, Ahab parece arrastrar en su negro destino a todos los tripulantes del Pequod. Esto posee al mismo tiempo ribetes políticos, pues la democracia norteamericana tiene su antagonista en la loca figura del autoritario Ahab. Se siente además en su empresa maniática el impulso de la modernidad, algo muy parecido a la actividad sin cesar del Mefistófeles de Goethe. Los hombres de Ahab se dejan embriagar por su manía obsesiva y perecen junto a él. Como Starbuck cavila: “¿no será que por obedecer al viejo estoy desobedeciendo a Dios?” Una empresa demoníaca, una actividad sin sentido, la persecución de un fantasma, en detrimento de la verdadera actividad de un barco ballenero: acumular la mayor cantidad de aceite.
Pero ¿cuál es el ancla que unifica la novela en la cosmovisión de Melville? Pues el destino, tan imparcial e indiferente como la naturaleza, como el océano y su ímpetu, la cólera de la ballena blanca como expresión de sobrevivencia y los fenómenos metereológicos que guían a los navegantes. Todo naturaleza. Es el destino que mana del Dios presbiteriano y se manifiesta en los signos de la naturaleza. También es el hado pagano que se suma a la providencia presbiteriana: Fedellah, el arponero misterioso, con su saber esotérico ha predicho (al final de la novela) su muerte y la de Ahab. Es la misma suerte que se anuncia a Ismael y Quiqueg, antes de embarcar al Pequod: encuentran a Elías (sí, el profeta Elías metido en la piel de un vagabundo desquiciado), quien les señala el destino aciago del Pequod.
Como afirmaba Harold Bloom, Shakespeare era el canon occidental. En Moby Dick esto es letra viva. Los personajes de Melville en su humanidad desprotegida, dudosa, autoconsciente y dialogante consigo misma, se acercan de manera patente a los personajes teatrales de Shakespeare. Ahab, Starbuck, Stubb o Flask son ante todo personajes teatrales, diferenciados uno de otro en sus tragedias y sus impulsos, en su afiebrado apoyo a la idea monomaniaca del viejo Ahab.
Por otro lado, la blancura de la ballena contrasta con la negrura obsesiva en el corazón de Ahab, lo cual pasa como una creencia presbiteriana, pues “los hombres impíos llevan el infierno en su corazón”. Melville se documenta y se imagina las razones por las cuales el blanco crea una magia espeluznante y sagrada cuando se encuentra en los animales terrestres o marinos, por ahí desfilan seres imaginarios y reales, solamente para llegar a la conclusión de que el blanco nos sobresalta por el carácter fantasmal de quien lo lleva como ropaje. Moby Dick es como un fantasma, el fantasma de la obsesión que afiebra y asedia a Ahab, la obsesión de la venganza, tan enraizado en la cultura de entretenimiento norteamericana.
La belleza del libro estriba justamente en esas analogías, en las que la actividad pesquera y la caza ballenera se convierte en meollo para desarrollar una visión del mundo y de los hombres.