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30 de noviembre de 2006
 
MAESTROS, PEDAGOGOS Y DISCÍPULOS EN LA MONTAÑA


Siempre he tendido a pensar que algunos libros tienen un momento especial para ser leídos y que pasado dicho momento es un despropósito hacerlo. U otros que deben esperar su turno para poder ser abiertos, en caso contrario se cae en el riesgo de no apreciarlos en su verdadera dimensión y despreciarlos abiertamente y sin pudor.

Esto me ha ocurrido con La montaña mágica (1924) de Thomas Mann, extraordinario y deslumbrante libro al que los años me han permitido darle una segunda oportunidad. Pero ¿qué estoy diciendo? La oportunidad me la ha dado el libro. Muchos temas resaltan en esta gran novela a la alemana. Típicamente alemana. Pues el gran tema de la novelística y la cultura alemana es el Bild: la formación, el aprendizaje del joven héroe, la pedagogía. La montaña… forma parte de esta enorme tradición: Hans Castorp es un joven burgués de inicios del siglo XX, al que el destino le ha jugado malas pasadas: quedó huérfano de padre y madre desde muy temprano y el tío materno que se encargó de él igualmente murió cuando todavía era un crío. Como le ocurre a los personajes de Thomas Mann (recuérdese a Aschenbach en La muerte en Venecia), Castorp se verá irremediablemente atraído por la solemnidad y los ritos de la muerte, quizá a causa de la impresión que le causó la imagen de su abuelo dentro del féretro y los acontecimientos trágicos que hasta su primera juventud le han rodeado.

Precisamente la novela se abre con la ascensión de Castorp, desde Hamburgo hasta Davos-Platz, a un sanatorio en las alturas, el Sanatorio Internacional Berghof, a visitar durante tres semanas a su primo Joachim Ziemssen, presa de una afección respiratoria en el pulmón. Una vez allí, Castorp irá descubriendo las particulares reglas que rigen la vida de los enfermos en esas alturas, en ese mundo que por sus características geográficas y climatológicas se constituye en un mundo cerrado, o como gustaba decir un profesor en mis días de universidad: un mundo autotélico. Sin embargo, la principal diferencia que encuentra el joven Castorp entre la montaña y el llano es la noción del tiempo. Aspecto que se convertirá a lo largo de la novela en uno de los principales temas de reflexión y debate. Joachim, que se encontraba ya seis meses en el Berghof, se encarga de dejárselo bien claro a su novato e inexperto primo: “Aquí no hay tiempo, no hay vida”.

La montaña… también está hecha de personalidades muy marcadas que ejercen una gran influencia en el pensamiento y la cosmovisión de Castorp. El Sanatorio Internacional es sobre todo eso: Internacional. Gentes de todas las latitudes del planeta están allí. Europeos, norteamericanos, latinoamericanos, asiáticos, judíos, rusos, etc. En ese microcosmos, Mann desarrolla la visión de un mundo enfermo y decadente a un paso de la destrucción que le impondrá el estallido de la Primera Guerra Mundial (como se sabe Thomas Mann bebe de su propia experiencia el impacto de vivir en un sanatorio en 1912, dos años antes de la conflagración). Tampoco hay que ser muy perspicaces para no darse cuenta de que el sanatorio mismo (núcleo de la despreocupación por la vida, el tedio, la enfermedad y la muerte) sea precisamente el referente tangible de ese gran proceso de descomposición que asoló a Europa.

Durante su dilatada estancia (¡7 años!, pensar que el pobre Hans sólo debía hacer una visita de 3 semanas), el protagonista no será el único imbuido en sus reflexiones. La primera gran personalidad que se le presenta para ponerlo a prueba es Giacomo Settembrini, un italiano de espíritu progresista, admirador de la razón, miembro de varias sociedades que buscan el progreso universal del hombre, fracmasón y paradógicamente un “humanista” que tamiza a los hombres según su procedencia, de ahí su marcado desprecio por aquellos enfermos de Asia, sobre todo rusos, a quienes achaca el nacimiento de las complicadas disputas en la Europa de pre guerra y los males de Occidente. Por ello es que se le puede calificar como una especie de pre fascista. Castorp quedará deslumbrado por su conocimiento y al inicio de su estancia se someterá a su docencia, remarcando junto a los otros “pedagogos” (Naphta, el escolástico jesuita, y Mynheer Peeperkorn, el sibarita de los sentidos) esa cualidad tan presente en las novelas alemanas: la pedagogía y el ansiado autodescubrimiento del aprendiz. No por nada el siglo XIX estuvo saturado de esas novelas que bajo la denominación de Bildungsroman (novelas de aprendizaje) expresaron de una manera extraordinaria la problemática de su tiempo, tal como a su manera lo hace La montaña…



En muchas ocasiones, Settembrini y Naphta tratarán de someter a Castorp a su regencia, como en esas caricaturas en las que el individuo tiene sobre sus hombros a su ángel de la guarda y su demonio. El gran dilema del héroe protagónico de los Bildungsroman (recuérdese Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister de Goethe, novela fundacional en la Germania) es reeditado en esta ficción. Se trata del dilema de la libertad, del sometimiento a las instituciones tutelares que de alguna manera Castorp rompe, pues nunca se llega a doblegar del todo a ninguna de las dos regencias: ni al humanismo progresista que canta la excelsa belleza del hombre y que al mismo tiempo se inclina ante la fracmasonería (Settembrini), o el jesuitismo escolástico que cree que “todo” es Dios y se ampara en la Institución de la Iglesia Católica (Naphta). Castorp no se somete a ninguno de los dos, a pesar de sentirse ligeramente inclinado hacia Naphta con su estética de la muerte.

Este desarrollo cada vez más acucioso de su poder de reflexión, según el mismo Castorp, sólo lo ha podido obtener en esas alturas prodigiosas, no en el llano, donde impera la vida burguesa, aterida de la moral del trabajo y la perfección técnica, de la cual Castorp es un prosélito, como se lo revela Settembrini: “Puedo verle como el representante de todo un mundo: el del trabajo y el genio práctico”. Aunque hay algo en este protagonista que le hace diferente y no comulga con esa tecnicidad: es ese apego hacia la solemnidad de la muerte: la enfermedad, el cuerpo, el cuello duro y rígido de los curas o los militares, el culto a lo ultraterreno. ¿Cuáles han sido pues los ingredientes que lentamente han hecho de Castorp un hombre nuevo? Los causantes han sido Davos-Platz y el ocio productivo que al inicio de su estancia Hans empieza a devorar y que, junto a toda esa sociedad de enfermos, irá degenerando en eso que Mann denomina “el gran embrutecimiento” y que no es sino el aburrimiento en su búsqueda por saciarse para no sucumbir al tedio: el cinematógrafo, la música, los juegos absurdos de palabras, el espiritismo y finalmente el odio racial de todos contra todos que anuncia el advenimiento de la muerte con uniforme militar.

Llegar a este punto de conciencia a Castorp no le ha resultado fácil, para ello ha debido renunciar progresivamente al llano y a la salud, pues su estancia se ha ido haciendo cada vez más larga. La montaña es el espacio geográfico y simbólico de la ficción. Cuando al inicio de ésta trate de explorar la montaña, se le revelará su verdadero estado: está enfermo y ese intento de escalar la empinada cuesta hace brotar sangre de su nariz, lo afiebra y en las radiografías que luego de estos síntomas se ha visto obligado a realizarse aparecen manchas húmedas, prueba suficiente de su enfermedad latente en el llano. Cuando intente otra ascensión en medio de una tormenta de nieve (una manera simbólica de mostrar la búsqueda que su alma emprende en la confusión ideológica entre los postulados de Settembrini o Naphta), como el mismo Thomas Mann comenta, se tratará en verdad de una búsqueda espiritual.

Otra aparición esencial en La montaña… es Madame Chauchat, una rusa que ejerce una atracción brutal en el joven Castorp, quien ante su influencia irá perdiendo de a pocos las reglas civilizadas y sociales de Occidente (de todo aquello que Occidente ha conquistado) debido a la pasión que ella despierta, una pasión que según Settembrini es asiática. Hans ambigüamente recuerda el rostro de la Chauchat. ¿Quién es esta mujer en el alma de nuestro protagonista? Un recuerdo infantil nos lo revela: un niño de quien Hans estuvo enamorado durante sus años de escuela, Prisvilav Hippe (otro de los rasgos de estos personajes muy alemanes, y quizá de sus autores -no olvidar la orientación sexual de Mann). Lo más particular de esta atracción es que el desmesurado amor de Castorp hacia la Chauchat es platónico. El último día de la estancia de Madame Chauchat en Berghof, Castorp bajo los efectos del alcohol declara su amor. Una declaración muy hermosa, pues a la poesía se une la descripción biológica del cuerpo con todos sus órganos. El amor a cada uno de esos recónditos resquicios del cuerpo declarados en francés, la lengua del amor.

Madame Chauchat expone entre otras cosas sobre la nacionalidad de nuestro héroe: “Todos [los alemanes] sois un poco burgueses. Amáis más el orden que la libertad, todo Europa lo sabe”. La preferencia del orden social en detrimento de la libertad individual es una piedra angular para entender la cultura alemana, solamente así se explica que el nazismo fructificara en Alemania: pedagogía, orden, libertad individual sometida en favor de un ideal totalizador. La Chauchat opone su origen asiático a ese modo de ser alemán y confiesa: “Respecto a mí, ¿sabes?, amo la libertad ante todo… tener la obsesión de la independencia. Tal vez es la causa de mi raza”. El mismo Settembrini, como buen pedagogo, advierte también de los peligros que acechan a su joven pupilo de Occidente: “¡No!¡Oh, aprecio en usted cierta predilección por las comparaciones orientales! Muy explicable. Asia nos devora. Por todas partes veo rostros tártaros… Aquí se respira demasiada Asia en el aire. No en vano esto está saturado de tipos de la Mongolia moscovita. Estas gentes no deben influirle, no se deje infectar”.

Redundamos: La montaña mágica es una novela impresionante para ser leída pacientemente, como quien escala una empinada cuesta.
 
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FRANCO. Del germ. Frank: libre, exento. Sencillo, sincero, ingenuo y leal en su trato. Liberal, dadivoso, bizarro y elegante. Desembarazado. Libre, exento y privilegiado. Patente, claro, sin lugar a dudas. CAVAGNARO: es un apellido italiano originario de Parma pero extendido en Liguria, donde existe un río con ese nombre. Existen datos desde el siglo XIV. Pasaron a América desde el siglo XVI y en mayor cantidad desde el siglo XIX a Estados Unidos, Argentina y Perú. Hay estudios sobre la rama peruana que inició un Angelo Cavagnaro, de San Andrea de Verzi, que llegó en 1852 con toda su familia.

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