materiaverbalis
7 de agosto de 2006
 


La desilusión de una ilusión

Olvidar tu nombre, dejar atrás tu vida, cambiar de identidad, abandonar tu casa, dejar tu familia e iniciar otra vida, son cosas que todo ser humano desearía realizar en algún momento, son circunstancias que en el fondo uno desea y constituyen el oscuro morbo de todos por igual. Algo que como la misma muerte nos iguala.

Éste es el núcleo que hace de las novelas de Paul Auster tan cercanas y tan apasionadas, novelas que uno siente latir dentro suyo y asimila muy bien haciendo suyas esas tragedias, pues en el fondo lo que hace Auster es exorcizar esos oscuros deseos.

Sin embargo en la que es a la fecha su antepenúltima novela el efecto no ha sido tan halagador. El señor neoyorquino de mirada marciana me ha producido una indigestión literaria, pues encuentro que su temática se ha hecho previsible y soy extrañamente consciente de que El libro de las ilusiones (2002) es una novela hecha de retazos de otras novelas suyas. Lo cual no estaría mal para quien recién descubre a Auster, pero quien ha leído La trilogía de Nueva York, La música del azar o El palacio de la luna, sabe que Auster ya ha escrito novelas que difícilmente se pueden sacar de la cabeza y que aquella no es más que un pálido reflejo hecho de retazos argumentales de sus pasadas glorias. El mismo desfile de máscaras que intentan ponerse sus personajes huyendo de sus tragedias se evidencian en la concatenación argumental de esta nueva ficción.

El profesor Zimmer recibe la carta de una mujer que dice ser esposa de Hector Mann, un actor y director de comedias mudas de la lejana década de los 30, desaparecido misteriosamente por esos años y de quien Zimmer acaba de publicar un estudio sobre sus películas. Este cree que se trata de una broma, pues se suponía que Mann estaba muerto. Al mismo tiempo nos enteramos del trágico motivo por el que Zimmer se ha obsesionado con su estudio sobre el cine de Mann, una especie de desesperado anonadamiento luego de la muerte de toda su familia en un accidente de avión: esposa y dos hijos. A partir de aquí la trama se desarrolla en un paralelismo entre las informaciones y especulaciones de época que Zimmer encuentra acerca de Mann y el recuerdo de la trágica redacción del libro sobre él, del actor de cine mudo que con sus inspiradas representaciones alcanza a arrancarle una sonrisa al destruido corazón de Zimmer. Su conocimiento (y el nuestro) sobre Mann solamente se restringe a su obra y así nos enteramos de él, pues (como en toda obra) en ésta se encuentran pistas de los devaneos interiores y las dificultades económicas por las cuales pasa Mann y que amenazan arrebatarlo de su pasión: el cine. Luego cuando parece encontrar en la escritura de guiones de cine para Hollywood la solución a todos sus problemas y el ansiado éxito, desaparece.

En El libro de las ilusiones ocurren cosas que en esencia son una repetición bastante previsible de lo que Auster ha intentado con éxito en otras novelas suyas. Tiene ese núcleo trágico en sus personajes protagónicos que es idéntico a la terrible pérdida familiar de Quinn en La ciudad de cristal (muerte de esposa e hijo) y el abandono patético del cual es víctima Jim Nashe (esposa e hija) en La música del azar, por poner dos ejemplos, porque el esquema no varía mucho en El Palacio de la luna o Fantasmas. Son personajes que son víctimas improvisadas de una pérdida que los deja K.O en medio de la nada de la vida. A partir de allí intentarán recomponerse mediante el absurdo o la realización de empresas desconcertantes con la igualmente imprevisible ayuda de un aliento económico que les resuelve el problema de romper con la realidad y vivir de rentas. Esto también ocurre con el profesor Zimmer. Como sucede con la herencia de un tío lejano en La música del azar, Zimmer se encuentra con el pago de los seguros de accidentes de sus hijos y esposa. En el dolor, éste se hace azarosamente millonario. El azar empieza a jugar un rol esencial en El libro…, una marca austeriana imprescindible para el molotov existencial de todas sus novelas.

El pretexto para aislarse del mundo es esa sonrisa que despierta dentro de él el mostacho chaplinesco del inefable Hector Mann. Zimmer decide alejarse para la redacción de su libro en una casa cerca de una montaña en Vermont, al mismo tiempo necesita superar el trauma de los aviones para ver las películas de Mann dispersas por EEUU. y Europa con la autodestructiva ingestión de pastillas para dormir. En el último viaje a Londres, trazando el Atlántico gracias al Xanax, Zimmer está al borde del suicidio cuasi inconsciente gracias a una sobredosis. Cuando finalmente termina el libro y se empieza a dedicar a la traducción de la autobiográfica Memorias de un muerto del Conde de Chateubriand (un personaje que también es un paralelo entre el profesor y el cineasta), Zimmer recibe una nueva misiva de Frieda Spelling, la esposa del actor desaparecido, que insiste en que Mann está vivo y desea conocerlo con urgencia.

Para convencerlo de la verdad y llevarlo hasta el actor desaparecido aparece Alma, quien ha vivido la mayor parte de su vida al lado de Hector Mann y su esposa. Le informa que está a punto de morir y que ella le revelará qué ocurrió con Mann, por qué desapareció. Además podrá ver unas 14 películas que éste ha filmado en su rancho secreto de Nuevo México y que antes de que eso suceda, Mann desea que él las vea. Luego serán destruidas por su esposa. El resto de la novela es la solución que en boca de Alma se da al misterio de la desaparición de Hector Mann y la resolución de la propia tragedia de Zimmer.

En El libro… tampoco varía el hecho indesligable de que en la literatura de Auster la elipsis juega un papel preponderante, quizá sea el punto más flojo de sus novelas, pues los inicios inesperados y cargados de significados empiezan a bajar en intensidad en sus desarrollos. Auster recurre a la enumeración de sucesos tan amplios como espectacularmente azarosos que disgregan el nudo de la intriga de esos misterios iniciales, los cuales provocaban nudos en la garganta cuando eran planteados en el génesis de sus novelas. Tampoco es casual que el escritor norteamericano apele a figuras paralelas, a personajes gemelos que en sus azarosos destinos deambulan a la par fuera del tiempo y del espacio común, y que luego en algún punto entrelacen sus tragedias. Auster es un excelente sabueso para combinar la temática policial y, por decirlo de alguna manera, la trata de los grandes temas literarios y existenciales. Algo de lo que decía De Lillo en la contratapa de una de sus ficciones: “una mezcla de Dammet y Becket”.

De alguna manera todos somos investigadores, o por lo menos pretendemos serlo, reveladores de misterios y en muchos de los casos son nuestros propios dilemas los que juegan el papel de misterios sin resolver. Al fin de cuentas la vida y el cine y la literatura no son más que meras ilusiones. Como se quiera El libro… no deja de ser una novela regular, que cojea mucho con el peso de sus precedentes hermanas. Lo que ocurre es que esperábamos una mejor resolución de la trama y al vernos desilusionados inevitablemente comparamos las ilusiones pasadas con la presente desilusión.
 
Comentarios:
B
 
Jaja, se me escapó el dedo al teclear. Bueno, lo que quiero decirte con relación a esta novela de Auster es que, de lejos, es la más floja de todas. Auster, conciente de esto, rescata al personaje protagónico y lo desenvuelve en buena forma en La noche del oráculo. Sin embargo, pese a que sus últimos libros siguen igual de marketeados, estos no logran superar a El palacio de la luna y Ciudad de cristal (TNY).
Ss
Gabriel.
 
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FRANCO. Del germ. Frank: libre, exento. Sencillo, sincero, ingenuo y leal en su trato. Liberal, dadivoso, bizarro y elegante. Desembarazado. Libre, exento y privilegiado. Patente, claro, sin lugar a dudas. CAVAGNARO: es un apellido italiano originario de Parma pero extendido en Liguria, donde existe un río con ese nombre. Existen datos desde el siglo XIV. Pasaron a América desde el siglo XVI y en mayor cantidad desde el siglo XIX a Estados Unidos, Argentina y Perú. Hay estudios sobre la rama peruana que inició un Angelo Cavagnaro, de San Andrea de Verzi, que llegó en 1852 con toda su familia.

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